Chiapas: México 1994. Resurgimiento del “México profundo”. Los insurgentes habían dejado de ser indígenas arcaicos, aplastados por la dependencia. Son indígenas modernos que han marcado sus distancias respecto de sus antiguas comunidades, buscando construir su propia historia y exigiendo ser reconocidos y respetados.
No sólo podemos referirnos a Chiapas, pues también ha habido otros movimientos de liberación indígena latinoamericanos en las últimas tres décadas, tales como el levantamiento de los indígenas de la sierra en Ecuador (1990) o el Katarismo boliviano. Además ha habido intentos de incorporarse, como el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), en Colombia o las gestiones de integración desarrolladas por Rigoberta Menchú en Guatemala.
Todos estos movimientos generan una nueva modernidad al vincular en la tensión de la identidad e integración, cultura y economía, utopía y pragmatismo, razón y corazón, particularidad y universalidad. Si la insurrección zapatista tuvo desde un principio tanto eco en todo el mundo, se debe sin duda a que rehusó ser tratada como un problema solamente local, regional o minoritario, al lanzar de golpe, y de manera espectacular, los cuestionamientos políticos e intelectuales que hoy son fundamentales en todas las sociedades.
La lucha de Chiapas exige reformas económicas, sociales, políticas y culturales que ponen en peligro los intereses creados, las inercias y los programas de modernización excluyentes.
La naturaleza y el sentido del zapatismo provienen de un actor social y étnico que se lanza a un levantamiento armado proyectándose en la escena política. Agotada otra vía para hacer escuchar sus aspiraciones y sus demandas, forma un movimiento armado y busca construir un movimiento político civil cuyo propósito no es la toma del poder.
El zapatismo no supone un repliegue comunitario ni un nacionalismo cerrado. Articula experiencias de comunidades heterogéneas; la democracia nacional y el proyecto de una sociedad de sujetos, individuales y colectivos, que se reconozcan y puedan respetarse en su diversidad; lucha por un mundo donde quepan muchos mundos, un mundo que sea uno y diverso.
El actor zapatista es étnico, nacional y universal. Se quiere mexicano pero sin dejar de ser indígena, quiere un México donde pueda ser reconocido y escuchado. Es universal, no a pesar de su propia identidad indígena, sino a causa de esta.
El Subcomandante Marcos afirma que lo que le da su dimensión universal al zapatismo es precisamente el contenido indígena que lo lleva a elaborar un lenguaje simbólico particular para proyectarlo en la escena internacional. Esa universalidad debe entenderse de dos maneras. Desde una perspectiva ética clásica, en que el indígena, discriminado, siempre en minoría, es portador de la reivindicación igualitaria de todo ser humano. Pero también debe entenderse en la perspectiva de un sujeto que combina en su afirmación el sentido ético y étnico, que encuentra lo universal en lo particular.
Los pueblos indios de México están librando una lucha pacífica que encabeza el Ejército Zapatista de Liberación Nacional. En ella plantean una alternativa al mundo actual y el esbozo de una nueva “civilización”. En sus contingentes no sólo se encuentran los herederos de una lucha de resistencia que dura más de quinientos años, es decir, los herederos de los mayas, sino también quienes vienen de los movimientos más recientes del pensamiento revolucionario y de la teología de la liberación.
La transformación del proyecto militar en un proyecto de luchas políticas, más que deberse a la iniciativa del gobierno obedeció a la enorme movilización de la sociedad civil en contra de la guerra. Los dirigentes del EZLN fueron impulsados por las propias masas indígenas y su cultura de la resistencia a defender y construir un proyecto centrado en los derechos de los pueblos indios, respecto a su autonomía y dignidad, a sus tierras, su cultura y representación en el Estado. El proyecto se inscribió en la transición a la democracia con un gran apoyo de los mexicanos y que incluyó a los pueblos indios como actores políticos con plenos derechos. En los Diálogos para la paz las organizaciones de los pueblos indios reiteraron constantemente su oposición a cualquier intento separatista. En sus discursos junto a los valores propios defendieron los valores universales. Lo indígena se transformó en lo nacional y lo universal.
La solidaridad internacional fue en aumento y se apropió de muchos de los valores zapatistas. A las formas tradicionales de comunicación, los zapatistas sumaron las más avanzadas técnicas electrónicas y nuevas formas de narrar y convencer.
Los Diálogos de San Andrés se desarrollaron bajo la protección de una Ley especial de Paz y Conciliación que dio garantías a los rebeldes para organizar encuentros políticos. Los Diálogos fueron firmados por el Poder Ejecutivo, el poder Legislativo (representado por miembros de todos los partidos políticos), y el EZLN. Estos acuerdos fueron una de las declaraciones políticas más importantes a nivel mundial, pues no sólo precisaban los derechos de los pueblos indios a la autonomía de sus gobiernos y a la preservación de su cultura, sino que apuntaban también a construir un Estado pluriétnico que fortaleciera la unidad en la diversidad y la articulación de las comunidades, con inclusión de lo particular y universal. Este pacto incluiría por lo tanto el derecho a la igualdad y a la diferencia.
A poco tiempo de los acuerdos de San Andrés, el Ejecutivo los desconoció, llegando incluso a organizar fuerzas paramilitares (entrenadas por el propio ejército), y comenzó la expulsión de los pueblos de sus tierras. Sin embargo, a pesar de lo anterior, no se logró acabar con la dirigencia zapatista, ni evitar la reorganización de la resistencia indígena. Por otra parte, se sumaría un renovado apoyo de la sociedad civil a la búsqueda de una solución pacífica.
Tras un proceso de marcada violencia y racismo, triunfó la conciliación y la paz, retomando en varias ocasiones la iniciativa política, aunque a ratos bastante empantanada.
Con la alternancia política que se desarrolló en México a partir del año 2000, el Poder Ejecutivo hizo suyo el Proyecto de Derechos y Cultura Indígena y otorgó las garantías para que el EZLN hiciera multitudinarias marchas por trece Estados en apoyo del proyecto. El despliegue de los líderes indígenas fue de tal calidad y cercanía que la opinión pública se maravilló.
Aunque el éxito fue evidente, faltaban tres aspectos fundamentales para renovar el diálogo entre rebeldes y gobierno: la aprobación del Proyecto de Derechos y Cultura de los Pueblos Indios, la desocupación de siete bases militares instaladas en el territorio de los pueblos rebeldes, y la liberación de los presos políticos indígenas. Los dos últimos aspectos empezaron a cumplirse, pero el primero sería constantemente rechazado por el Legislativo. Respecto a esto último, el Congreso se dedicaría a aprobar reformas contrarias a las del Acuerdo de San Andrés, con lo cual quedaría deslegitimado como institución, no por culpa del EZLN, sino por las prácticas viciadas de la clase política, más preocupada de cubrir sus propios intereses.
El EZLN es simultáneamente un ejército y una organización política. Como ejército lucha por derrotar la guerra, por crear las condiciones que le permitan desaparecer diluyéndose en la construcción de una ciudadanía posible: “Por eso nos hicimos soldados, para que un día no sean necesarios los soldados”. EZLN, 1994, Documentos y comunicados. Como organización política lucha por desdibujar las fronteras que hacen de lo político un espacio restringido, por conseguir una democracia que reconozca la inevitabilidad de la diferencia y encuentre un modo digno de convivir con ella.
Sin embargo, y a pesar de lo anterior, el sistema político se mostró incapaz de acoger las demandas de los zapatistas: “¿Y si nos vuelven a cerrar las puertas? ¿Y si la palabra no logra saltar los muros de la soberbia y de la incomprensión? ¿Y si la paz no es digna y verdadera, quién -preguntamos- nos negará el sagrado derecho de vivir y morir como hombres y mujeres dignos y verdaderos? ¿Quién nos impedirá entonces vestirnos otra vez de guerra y muerte para caminar la historia?”. EZLN, 1994.
El zapatismo puede considerarse como un movimiento postmoderno, en la medida que es un movimiento histórico que ocurre y aprovecha las experiencias históricas de los proyectos anteriores socialdemócratas, nacionalista-revolucionarios y comunistas, para no cometer los errores que aquellos cometieron; que hace suya en lo que vale y en lo que le es útil la revolución tecnológica de nuestro tiempo, con todas las implicaciones que tiene en los conceptos, en la comunicación y el diálogo; que relee el proyecto universal desde el proyecto local y nacional y que, sin caer en las generalizaciones del saber único, tampoco se queda en los particularismos. El movimiento zapatista del siglo XXI combina el conjunto en un proyecto universal que incluye lo uno y lo diverso.
“Es la hora de la palabra.
Guarda entonces el machete. Sigue afilando la esperanza. Camina, camina y habla. Baja de la montaña y busca el color de la tierra que en este mundo anda. Sé pequeño frente al débil y junto con él hazte grande. Sé grande frente al poderoso y no consientas en silencio para el nosotros que a tu paso se ensancha. Haz lugar para todos los colores que con el color de la tierra andan. En el séptimo día entonces llega, llega y busca del color de la tierra la dignidad común levantada”. Subcomandante Marcos.
Los hombres y mujeres del maíz, sin voz y sin rostro, que tuvieron que empuñar las armas para hacerse oír y cubrirse el rostro para ser vistos reclaman su lugar en la patria: “Lo que pedimos y lo que necesitamos los pueblos indígenas no es un lugar grande ni un lugar chico, sino un lugar digno dentro de nuestra nación; un trato justo, un trato de iguales, ser parte fundamental de esta gran nación; ser ciudadanos con todos los derechos que merecemos como todos; que nos tomen en cuenta y nos traten con respeto…”. Comandante David.
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